domingo, 19 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (7)

Gracias a que seguí leyendo los títulos que mi hermana dejaba cada domingo, en los estantes de nuestra biblioteca familiar, pude reiterar la experiencia estremecedora que me suscitó el primer libro, sin hacer evidente que el palomilla se había convertido en un lector. Así conocí Las botellas y los hombres de Julio Ramón Ribeyro, La agonía de Rasu Ñiti de José María Arguedas, Dios en el cafetín de Sebastián Salazar Bondy y Lima en Rock de Oswaldo Reynoso.

Asimismo, había seguido con mis pesquisas, lo que me permitió hojear muchos ejemplares, de modo que tenía una idea aproximada de cómo estaban distribuidos los volúmenes. Fue en ese preciso momento que sucedió algo nuevo en mi corta vida como lector: cogí un texto para revisarlo y al abrir la tapa, para ver la portada, leí con sorpresa que estaba dedicado por el autor a mi padre. Era una dedicatoria elogiosa, llena de adjetivos a la imagen intelectual de mi progenitor y con un recordatorio cálido por la amistad compartida, que además firmaba el escritor como dando fe de lo ahí afirmado.

Con gran emoción por el hecho de que el escritor conociera a mi papá, me llevé el libro a mi cuarto y me puse a leerlo de inmediato. Fue así como sucedió algo inédito para mí. No me había percatado que era cerca de las seis de la tarde cuando inicié mi lectura, motivado por el descubrimiento mencionado, y caí capturado por la trama de la historia ajeno a toda conciencia del tiempo real. Cuando concluí, contento por la maravillosa novela que acaba de terminar, me fijé por la ventana y me di cuenta de que estaba amaneciendo. El sol despuntaba por el horizonte y tomé pleno conocimiento de que me había pasado toda la noche leyendo. Miré el libro, me fijé en su carátula: Sangama decía, su autor era Arturo Hernández.

Recuerdo que todavía emocionado por la amanecida y lo apasionante de la novela tomé mi desayuno apresurado, para echarme a la cama feliz y dormir hasta las dos de la tarde, cuando me llamaron para almorzar. Han pasado muchos años desde esa primera vez que, absorto en un libro, me sorprendió la aurora; a lo largo de mi vida he tenido muchas madrugadas en vilo, pero ninguna ha logrado opacar la sensación deslumbrante de júbilo que viví esa mañana luego de terminar esa novela. Asimismo, a pesar de los miles de títulos que he leído en toda mi actividad literaria, aún conservo una especial gratitud por esa obra, como quien conserva en la memoria el cariño por tu primera enamorada. La felicidad, si es que existe, se debe parecer a esa extraña sensación.

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