lunes, 13 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (4)

Hasta los ocho o nueve años de edad fui un niño normal. Es decir, me dedicaba todo el día a jugar en casa o en la calle, con mis amigos o solo con mi imaginación y no me llamaban la atención los libros, que había en mi casa en demasía porque mis padres eran profesores. Eso de leer no era conmigo, me parecía algo aburrido y tonto frente a la diversión que encontraba con mis compañeros, en el parque, en las pistas. Eran tiempos muy diferentes a los actuales, época cuando había vecinos, barrios, primos, padrinos; no existía el peligro o la violencia que ahora reina en la ciudad. Esa serenidad se debía a la reducida población, por lo que los espacios públicos eran abiertos, seguros. Lima parecía una pequeña aldea tranquila, sin tránsito ni asaltos, muy distante de la megalópolis actual.

La lectura de una obra perdía atractivo frente al predominio de los “chistes”, que era la manera como llamábamos a las historietas o cómics. Cada lunes llegaban a los puestos de periódicos Superman, Batman, Archi, La Pequeña Lulú, Disneylandia, y muchos otros personajes, cuyos dibujos a colores editaba Novaro en México. Como me había hecho amigo del muchacho que vendía diarios, me bastaba comprar un ejemplar de cualquiera para leerlos todos. Pagaba los tres soles que costaba y trataba la revista con mucha delicadeza para dejarla como nueva después de usarla, así podía cambiarla por otra sin problema. Eso me permitía con un solo pago utilizar todas. Al final solía regalarle al vendedor la última leída, que él vendía por estar intacta. Dicho trato tácito sellaba mis buenas relaciones con el canillita.

Claro que existían chicos que preferían coleccionar los ejemplares, pero siempre me pareció un desperdicio. Los miraba como si fueran ilusos o tontos, tal como me miraba mi primo Edgar cuando iba a visitarme y me veía leer puro chiste, dado que él prefería los libros, con el regocijo y la aprobación de mis tías o tíos de parte de mi padre, que siempre soñaban con que obtuviera las mejores calificaciones en el colegio, tal como hizo mi progenitor. No sospechaban que me espantaba ser el primer alumno porque significaba que te consideren “chancón” y como para mí solo era suficiente escuchar al profesor, para aprobar un curso, eso hacía. De modo que la lectura estaba muy lejos de mis expectativas como niño común y corriente.

Un cumpleaños recibí de regalo un paquete pequeño que supuse algo para armar, pero mi decepción fue mayúscula cuando al romper el papel colorido encontré un libro. Fastidiado lo tiré por un rincón de mi cuarto. Luego, de unos meses, una mañana en la que estaba aburrido observé el ejemplar sobre mi escritorio y lo tomé para hojearlo. Me encontré con dibujos intercalados entre las páginas impresas. Intrigado tomé el volumen para mirar solo los chistes, con la creencia que no iba a necesitar el texto escrito. Grande fue mi desilusión cuando comprobé que entre las páginas ilustradas no había continuidad alguna, debido a que cada una abordaba una escena diferente, que dejaba en suspenso. Desconcertado, con deseo de saber qué ocurría en cada secuencia, regresé al inicio de la obra para posar mi vista sobre la primera línea…

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