lunes, 6 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (2)

Hay algo de mágico en el habla. Eso de hacer ruidos extraños tiene la gran ventaja de llenar el vacío. Uno cree que hay alguien más en medio del silencio que pronto nos va a responder. La voz nos acompaña y cuando encuentra eco revela en su acción que es posible comunicar a través de esos sonidos una infinidad de pensamientos, ideas y emociones. Por eso para los seres humanos el lenguaje posee una deslumbrante áurea misteriosa que deslumbra.

Sin embargo, por su constante empleo y su uso cotidiano, que lo convierte en algo tan familiar como el caminar, el dormir o el suspirar, la mayoría de personas pierde el asombro infantil inicial que suscita el lenguaje verbal y se acostumbra a su presencia, como una sombra inocua que comparte nuestras vivencias. Cada quien es un cúmulo de voz, un registro peculiar, un incanjeable canto solitario frente al cosmos insondable, bajo el tiempo inmemorial y mudo.

Algunos individuos jamás abandonan esta primigenia sorpresa y, por el contrario, la incrementan cuando descubren que las palabras se pueden usar sin necesidad práctica alguna, sin utilidad definida, por el solo gusto de proferir bulla. Jugar con los nombres nos permite expresar múltiples sensaciones al entorno, acurrucar nuestro intelecto, apaciguar el miedo, encontrar compañía, proyectar nuestra mente hacia lo más remoto y retornar sobre nosotros como un cálido manto para pasar el invierno.

Cuando era niño solía disfrutar con los vocablos. Era agradable repetir, alterar, juntar, crear o variar al utilizar los términos en las interacciones orales, en casa, de visita y también al estar en nuestro interior. Unas voces me acompañaban y coloreaban el mundo para poder explorarlo. Luego, llegó el tiempo del colegio y la actividad se convirtió en canto, coro, estribillo, diversión. Hasta que con hechizo inusual, de la mano del lápiz, me encontré con un nuevo hallazgo: la escritura.

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