lunes, 20 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (8)

Después de ese verano, cuando retorné al colegio, la lectura se había incorporado a mi vivencia al punto de haberme convertido sin darme cuenta en un niño diferente. Así como me gustaba correr, jugar y saltar con mis amigos, el leer libros, enciclopedias, revistas e incluso los diarios formaba parte de mis actividades habituales. Ese año en la escuela un suceso fortuito me iba a inducir a ingresar a un terreno aún desconocido para mí: la escritura.

Con motivo del aniversario del plantel organizaron un concurso literario para la primaria y secundaria. Dos horas de clases de una mañana fueron dedicadas a que los alumnos interesados redacten un cuento o un poema. Yo acababa de leer La guerra de los mundos de H.G. Wells y se me ocurrió contar una historia parecida, así que escribí un relato en el que eran las hormigas las que libraban a la humanidad de los alienígenos invasores. Entregué mi texto sin prestarle gran importancia ni tener conciencia de que estaba dando inicio a mi carrera como escritor. Había en la tarde otro concurso que sí me interesaba: el de pintura. Como era un gran aficionado al dibujo, los colores pastel y las acuarelas, gracias a mis dotes como retratista y mi paciencia para practicar hasta manejar con cierto dominio cada material, tenía muchas expectativas.

El viernes, en una ceremonia interna, dieron los resultados: había ganado el premio de cuento de primaria y ocupado el segundo lugar en el premio de pintura de todo el colegio. Este último, era un reconocimiento a un cuadro abstracto que pinté basado en tonalidades y matices, lo que me permitió siendo de primaria estar en esa colocación. Sin embargo, en mi espíritu había alimentado la ilusión de obtener el máximo galardón, por lo que me sentí algo desanimado, pero sobre todo ese reconocimiento me hizo minimizar el logro literario que había obtenido, pese al entusiasmo de mi maestra. De modo que mis inicios en la escritura fueron muy auspiciosos, sin que yo mismo me diera cuenta, lo que explica que no persistiera en escribir hasta el año siguiente, cuando impulsado por los cambios propios de la pubertad retorné a la escritura, pero no a la narrativa sino a la poesía.

domingo, 19 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (7)

Gracias a que seguí leyendo los títulos que mi hermana dejaba cada domingo, en los estantes de nuestra biblioteca familiar, pude reiterar la experiencia estremecedora que me suscitó el primer libro, sin hacer evidente que el palomilla se había convertido en un lector. Así conocí Las botellas y los hombres de Julio Ramón Ribeyro, La agonía de Rasu Ñiti de José María Arguedas, Dios en el cafetín de Sebastián Salazar Bondy y Lima en Rock de Oswaldo Reynoso.

Asimismo, había seguido con mis pesquisas, lo que me permitió hojear muchos ejemplares, de modo que tenía una idea aproximada de cómo estaban distribuidos los volúmenes. Fue en ese preciso momento que sucedió algo nuevo en mi corta vida como lector: cogí un texto para revisarlo y al abrir la tapa, para ver la portada, leí con sorpresa que estaba dedicado por el autor a mi padre. Era una dedicatoria elogiosa, llena de adjetivos a la imagen intelectual de mi progenitor y con un recordatorio cálido por la amistad compartida, que además firmaba el escritor como dando fe de lo ahí afirmado.

Con gran emoción por el hecho de que el escritor conociera a mi papá, me llevé el libro a mi cuarto y me puse a leerlo de inmediato. Fue así como sucedió algo inédito para mí. No me había percatado que era cerca de las seis de la tarde cuando inicié mi lectura, motivado por el descubrimiento mencionado, y caí capturado por la trama de la historia ajeno a toda conciencia del tiempo real. Cuando concluí, contento por la maravillosa novela que acaba de terminar, me fijé por la ventana y me di cuenta de que estaba amaneciendo. El sol despuntaba por el horizonte y tomé pleno conocimiento de que me había pasado toda la noche leyendo. Miré el libro, me fijé en su carátula: Sangama decía, su autor era Arturo Hernández.

Recuerdo que todavía emocionado por la amanecida y lo apasionante de la novela tomé mi desayuno apresurado, para echarme a la cama feliz y dormir hasta las dos de la tarde, cuando me llamaron para almorzar. Han pasado muchos años desde esa primera vez que, absorto en un libro, me sorprendió la aurora; a lo largo de mi vida he tenido muchas madrugadas en vilo, pero ninguna ha logrado opacar la sensación deslumbrante de júbilo que viví esa mañana luego de terminar esa novela. Asimismo, a pesar de los miles de títulos que he leído en toda mi actividad literaria, aún conservo una especial gratitud por esa obra, como quien conserva en la memoria el cariño por tu primera enamorada. La felicidad, si es que existe, se debe parecer a esa extraña sensación.

miércoles, 15 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (6)

Mientras esperaba el domingo, cuando pensaba observar otra vez a mi hermana devolver otro ejemplar, dos asuntos ocuparon mi mente: la comida y los libros. Luego de haber sufrido la sequía y la hambruna imaginaria en la novela de Alegría, me convertí en un ávido tragón o en un hijo que come todo que prepara su madre con tanto cariño, como solía ella espetarme permanentemente. Había sido un remilgoso, un engreído, cuando se trataba de almorzar o cenar. Le ponía caras al olluquito, a las caiguas rellenas, a las arvejitas verdes con torrejas de zapallo y plátano de la isla. Ni siquiera tocaba el plato si era hígado, cau-cau o frejoles, dado que prefería bisté, lomo saltado o muslos de pollo.

En esos años las costumbres alimenticias todavía eran las que provenían de ritmos rurales o las de un pueblo en el campo. Se solía cocinar permanentemente, pues eran cuatro los momentos de tomar los alimentos en el hogar: el desayuno temprano, con tamales y chicharrones el domingo o calentado, mantequilla y huevo frito si era día de la semana; el almuerzo al mediodía, con sopa, segundo y postre; el lonche en la tarde, con el infaltable pastel o la torta que preparaban siempre; y, en la noche, la cena o comida, que era algo más ligera, pero que siempre incluía cierto tipo de sopas, como la de harina de arvejas, y de segundos, como la papa rellena con arroz y salsa criolla.

Mi madre me miró sorprendida al verme devorar sin chistar cuanto me ponían por delante, sin importar que fuera mondonguito a la italiana o locro de zapallo. Se preguntaba quién había hecho el milagro o suponía que estaba a punto de dar mi estirón, por el hambre de caballo que me había brotado. Claro que no fue la única persona de mi familia que notó dicho cambio, mi hermana mayor también lo hizo y como recordaba la extraña pregunta que le había hecho días antes, se puso a observar lo que hacía, con mucha preocupación.

Esta se incrementó por el segundo asunto que ocupaba mis horas durante esos días: los libros. Capturado por las sensaciones desatadas por la lectura, no estaba dispuesto a esperar tanto para reiterarlas, así que incursionaba en la biblioteca en busca de algún libro que me llamara la atención y colmara mis expectativas. Subrepticiamente entraba para tomar un volumen, que llevaba escondido a mi cuarto o al baño, donde encerrado revisaba atento su contenido. Descubrí cosas básicas que luego me servirían mucho: los índices o sumarios, que presentan un resumen de los capítulos del contenido; los prólogos o las solapas, donde se ofrece una visión global de la obra; el nombre con que califican determinados textos (ensayo, novela, testimonio, etc.); y la constatación, para mí sorprendente, de que había quienes han escrito no uno sino muchos libros.

Todo este ajetreo despertó la vocación de mi hermana mayor de luchar contra el pecado. Estaba convencidísima de que andaba en cosas lujuriosas, pues no podía ser otro el motivo de mis largos encierros en mi cuarto o en el baño, de mi hambre de corsario y, sobre todo, de mis sobresaltos cuando incursionaba en forma sorpresiva donde me encontraba. Callado, con un ejemplar escondido bajo la almohada o al costado del inodoro, tuve que soportar largos sermones donde me advertía del infierno. Dentro de mí pensaba que de tanto rezar se había vuelto loca y, cuando estaba a punto de mandarla a la mierda, dios en su infinita sabiduría le envío un novio. Así, con alegría, me libré de la extirpación de idolatrías y la Santa Inquisición.

martes, 14 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (5)

Cuando me di cuenta había terminado todo el libro. Me quedé pasmado. Miré la carátula, con caracteres grandes se leía: David Copperfield; abajo, con tipos más pequeños: Charles Dickens. Eran cerca de las seis de la tarde, sin acordarme de almorzar, ni de ir al baño, nada, había devorado todo un volumen de puras letras. Todavía extrañado me senté a la mesa a cenar con hambre de presidiario. Mientras comía me decía para mí mismo que recién entendía por qué mis padres o hermanas solían estar horas de horas leyendo. Era algo sensacional, como ver películas en la televisión pero sin comerciales ni interrupciones. Apenas sacié mi apetito y aprovechando que nadie me prestaba atención decidí reiterar la experiencia. ¿Cómo hacerlo? “Fácil”, pensé, “voy a la biblioteca y tomo el libro más bonito que encuentre”.

Totalmente ignorante del mundo de las letras, entre tantos libros opté por seleccionar uno de pasta de cuero y letras de oro, cuyo título raro me llamó la atención: Adolescencia decía y el autor era un tal Carneiro Leao. Para mi juicio sin duda se trataba de una obra fenomenal por la belleza de la presentación y lo peculiar del nombre. Sigiloso lo llevé a mi cuarto y me puse a revisarlo. No entendía nada, el lenguaje era complicado y los nombres de los capítulos sonaban raro. Uno particular me dejó intrigado: “Onanismo”. Desconcertado devolví el volumen al estante para meditar qué hacer.

A la mañana siguiente, en un instante en medio del desayuno, aproveché la distracción de mis padres para preguntar a mi hermana mayor, estudiante universitaria, qué significaba esa extraña palabra. Ella me miró sorprendida, primero, y de inmediato con tono de predicadora o futura santa canonizada me dijo que eso era malo, muy malo y que no prestara oídos al demonio. Doblemente desconcertado preferí guardar silencio para buscar más adelante, por otro lado, la respuesta. Retomé mi intención de repetir la vivencia embriagadora anterior de la lectura, así que me puse a elaborar un nuevo plan.

Hubiera sido muy sencillo pedir a alguna de mis hermanas o a cualquiera de mis padres que me den un libro para leer, pero eso implicaba perder mi prestigio de palomilla y mataperro, tan arduamente conseguido. Así que busqué otra alternativa: cogí una de mis revistas y me senté en la sala, en donde tenía un ángulo adecuado para observar la biblioteca, haciéndome el ensimismado en el chiste esperé tranquilo que una de mis hermanas devolviera, como todos los domingos, el libro que había leído en la semana. Al poco rato se apareció Norma: dejó un ejemplar y hurgó para coger otro. Apenas se retiró, yo fui rápido a tomar el volumen que había devuelto. Con él entre mis manos, me eché sobre mi cama, con la puerta cerrada de mi cuarto para que nadie se entere, y me puse a leer las primeras líneas.

Tan emocionante como una buena película, tanto más que meter un golazo, la lectura me volvió a mostrar su poder. Feliz me fijé en el título: Los perros hambrientos; su autor: Ciro Alegría. No era un libro muy extenso pero si fascinante y además sucedía en la sierra del Perú que yo conocía, lo que había facilitado el torbellino con que me arrastró. La historia había sido fuerte, recia, con muchos momentos tristes como la escena de la muerte del pequeño Damián, desfalleciente de hambre. Sobre todo cuando su perro Mañu intentó defender el cadáver del niño de los cóndores en plena puna.; pero, también secuencias alegres como al final cuando llega la lluvia “güena” y me dio ganas de cantar, gritar, bailar como a los personajes. En ese recuento global de la obra tomé conciencia de que, a diferencia de los filmes para niños, en las novelas se presentaba todo, sin censuras o supervisión. Era como si pudiera evadir cualquier control, para vivir, viajar, conocer lo que quisiera del mundo. Decidí que ese sería el camino que seguiría y continuaría leyendo.

lunes, 13 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (4)

Hasta los ocho o nueve años de edad fui un niño normal. Es decir, me dedicaba todo el día a jugar en casa o en la calle, con mis amigos o solo con mi imaginación y no me llamaban la atención los libros, que había en mi casa en demasía porque mis padres eran profesores. Eso de leer no era conmigo, me parecía algo aburrido y tonto frente a la diversión que encontraba con mis compañeros, en el parque, en las pistas. Eran tiempos muy diferentes a los actuales, época cuando había vecinos, barrios, primos, padrinos; no existía el peligro o la violencia que ahora reina en la ciudad. Esa serenidad se debía a la reducida población, por lo que los espacios públicos eran abiertos, seguros. Lima parecía una pequeña aldea tranquila, sin tránsito ni asaltos, muy distante de la megalópolis actual.

La lectura de una obra perdía atractivo frente al predominio de los “chistes”, que era la manera como llamábamos a las historietas o cómics. Cada lunes llegaban a los puestos de periódicos Superman, Batman, Archi, La Pequeña Lulú, Disneylandia, y muchos otros personajes, cuyos dibujos a colores editaba Novaro en México. Como me había hecho amigo del muchacho que vendía diarios, me bastaba comprar un ejemplar de cualquiera para leerlos todos. Pagaba los tres soles que costaba y trataba la revista con mucha delicadeza para dejarla como nueva después de usarla, así podía cambiarla por otra sin problema. Eso me permitía con un solo pago utilizar todas. Al final solía regalarle al vendedor la última leída, que él vendía por estar intacta. Dicho trato tácito sellaba mis buenas relaciones con el canillita.

Claro que existían chicos que preferían coleccionar los ejemplares, pero siempre me pareció un desperdicio. Los miraba como si fueran ilusos o tontos, tal como me miraba mi primo Edgar cuando iba a visitarme y me veía leer puro chiste, dado que él prefería los libros, con el regocijo y la aprobación de mis tías o tíos de parte de mi padre, que siempre soñaban con que obtuviera las mejores calificaciones en el colegio, tal como hizo mi progenitor. No sospechaban que me espantaba ser el primer alumno porque significaba que te consideren “chancón” y como para mí solo era suficiente escuchar al profesor, para aprobar un curso, eso hacía. De modo que la lectura estaba muy lejos de mis expectativas como niño común y corriente.

Un cumpleaños recibí de regalo un paquete pequeño que supuse algo para armar, pero mi decepción fue mayúscula cuando al romper el papel colorido encontré un libro. Fastidiado lo tiré por un rincón de mi cuarto. Luego, de unos meses, una mañana en la que estaba aburrido observé el ejemplar sobre mi escritorio y lo tomé para hojearlo. Me encontré con dibujos intercalados entre las páginas impresas. Intrigado tomé el volumen para mirar solo los chistes, con la creencia que no iba a necesitar el texto escrito. Grande fue mi desilusión cuando comprobé que entre las páginas ilustradas no había continuidad alguna, debido a que cada una abordaba una escena diferente, que dejaba en suspenso. Desconcertado, con deseo de saber qué ocurría en cada secuencia, regresé al inicio de la obra para posar mi vista sobre la primera línea…

sábado, 11 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (3)

El hombre no tiene la exclusividad en lo referente a emitir sonidos para expresar algo. Varias especies en el planeta profieren ruidos con los que se comunican entre sí. Sin embargo, solo los seres humanos realizan una actividad singular: escribir. La escritura constituye una práctica propia, íntima y original del homo sapiens. Entre el lejano individuo que talla en la piedra caracteres definidos y el actual adolescente que graba en un soporte electrónico diversos archivos hay solo diferencias de modalidad no de esencia. Escribir como acto humano parece responder a un impulso idéntico a lo largo de todo los siglos de existencia de la civilización.

Mi primera reacción frente a los trazos iniciales con el lápiz de palotes, rayas y bucles fue de curiosidad. Me fascinaba no solo el contraste del blanco papel y las negras líneas sino el olor peculiar de las hojas, el rozar de la punta afilada de carbón con la áspera superficie y la patente inmovilidad de las formas impregnadas. Cuando las grafías mostraron el poder de capturar el sonido de las palabras y con ellas concitar, convocar, a las cosas, los animales o seres más diversos, mi interés se trocó en sorpresa.

Terminé poseído por esa magia. Aprender esa especial habilidad significó para mí acceder a un círculo de iniciados, de brujos o héroes que podían dibujar en tres dimensiones, construir mundos con profundidad e intensidad. Así, me inicié en la escritura como quien dibuja papeles, cartulinas, sillas, muebles, paredes, etc. El amor y la paciencia de mis padres encausaron esa inclinación hacia la pintura, en lugar de traumarme por “ensuciar” la casa. Como buenos educadores que eran entendían que para mí no significaba manchar cosas sino descubrir, impregnar, conquistar con mi imaginación el mundo, hacerlo mi espacio, mi lugar. Instalado entre lápices de colores, crayolas, acuarelas, plumones, témperas cerré mi primera etapa como escritor. Permanecería ahí hasta que un nuevo acontecimiento despertara otra vez mi curiosidad: la lectura.

lunes, 6 de julio de 2009

El ruido de mis pasos (2)

Hay algo de mágico en el habla. Eso de hacer ruidos extraños tiene la gran ventaja de llenar el vacío. Uno cree que hay alguien más en medio del silencio que pronto nos va a responder. La voz nos acompaña y cuando encuentra eco revela en su acción que es posible comunicar a través de esos sonidos una infinidad de pensamientos, ideas y emociones. Por eso para los seres humanos el lenguaje posee una deslumbrante áurea misteriosa que deslumbra.

Sin embargo, por su constante empleo y su uso cotidiano, que lo convierte en algo tan familiar como el caminar, el dormir o el suspirar, la mayoría de personas pierde el asombro infantil inicial que suscita el lenguaje verbal y se acostumbra a su presencia, como una sombra inocua que comparte nuestras vivencias. Cada quien es un cúmulo de voz, un registro peculiar, un incanjeable canto solitario frente al cosmos insondable, bajo el tiempo inmemorial y mudo.

Algunos individuos jamás abandonan esta primigenia sorpresa y, por el contrario, la incrementan cuando descubren que las palabras se pueden usar sin necesidad práctica alguna, sin utilidad definida, por el solo gusto de proferir bulla. Jugar con los nombres nos permite expresar múltiples sensaciones al entorno, acurrucar nuestro intelecto, apaciguar el miedo, encontrar compañía, proyectar nuestra mente hacia lo más remoto y retornar sobre nosotros como un cálido manto para pasar el invierno.

Cuando era niño solía disfrutar con los vocablos. Era agradable repetir, alterar, juntar, crear o variar al utilizar los términos en las interacciones orales, en casa, de visita y también al estar en nuestro interior. Unas voces me acompañaban y coloreaban el mundo para poder explorarlo. Luego, llegó el tiempo del colegio y la actividad se convirtió en canto, coro, estribillo, diversión. Hasta que con hechizo inusual, de la mano del lápiz, me encontré con un nuevo hallazgo: la escritura.